Me informé: así que nacida en la originariamente (1881) Colonia San Cristóbal.
Sí, también conocida como “la puerta del norte santafesino”. Mis abuelos paternos formaron parte de esa interesante y dura historia de la zona, porque trabajaron en La Forestal, cuyo casco central se encontraba en la Estancia San Cristóbal, que luego fue vendida a don Cristóbal Murrieta. Allí se conocieron y se casaron. Mi bisabuelo, José Laborde, fue el primer cartero de aquellos lugares; de hecho, figura su nombre en el único libro que existe de la historia oficial de San Cristóbal: su autor es Osvaldo Giussani.
Nací un viernes a la noche. Mis padres, Emilia y Luciano, nacieron en el campo; él, en Aguará Grande, y ella, en la Colonia de Santa Elena; mi madre fue maestra, mi padre, colectivero. Tengo dos hermanos, Roberto, el mayor y Verónica, la menor.
Mi madre es una gran lectora y me permitió los primeros acercamientos a la biblioteca. Casi todos en mi familia se inclinaban al arte. Recuerdo a un tío abuelo que se llamaba Bautista tocando el acordeón en las fiestas; o a mi padre recitando algún verso de Argentino Luna en los fogones que se armaban: “El Malevo”, por ejemplo, lo sé de memoria, aún lo escucho en su voz. Y al final de su existencia, mi padre nos dejó su autobiografía que llamó “Reflejos de mi vida” y que tuve el honor de corregir. Ahora entiendo que era natural la circulación de la palabra artística, que mi relación con la poesía se dio también así, de manera natural.
Me crié en una ciudad pequeña, donde se podría decir que nos conocíamos todos o casi todos, con lo bueno y lo malo que esto tiene. Hay algo de verdad en eso de “pueblo chico, infierno grande”, aunque también hay un cielo enorme y mucho verde, que hace que el espíritu de una niña de pueblo, sea diferente, sea amplio y simple. Mis amigos de la infancia siguen siendo mis amigos, aquellos mismos niños con los que enfrentábamos el temor desde el jardín de infantes hasta la osadía o las locuras de juventud.
Evoco a las bestias de hierro, durmiendo en las vías, donde jugábamos en sus lomos, en sus adentros, en las largas siestas. Siendo el mismo lugar en que luego nos reuníamos para escuchar bandas de rock. Los trenes: un elemento importante de mi poesía.
Fui una niña curiosa y mis padres me apoyaban siempre, en cada desafío que emprendía: bailé folclore, estudié guitarra y canto. También fui a cerámica y formaba parte del club de niños pintores. Pero padecí una infancia asmática, de internaciones y temporadas de encierro por mi enfermedad: eso desarrolló más aún el interés por las lecturas.
Siempre conservé una inclinación, se podría decir, melancólica, de una pasividad notoria, quizá por el asma, donde alimentaba la contemplación; me recuerdo sentada en la vereda, mirando las estrellas, imaginando seres de otros planetas, mientras mis amiguitos del barrio jugaban a las escondidas o a la mancha. A veces pensaba en ellos y sus mundos, trataba de ver más allá, de comprender sus comportamientos. Sus voces aún me vienen, como dictándome poemas.
Mis roles en los juegos eran bastantes específicos: ideaba el escenario para jugar a la casa, o a las maestras, dirigía los concursos de baile, presentaba a los cantantes, organizaba la comparsa del barrio y la radio. Hasta habíamos armado una orquesta desastrosa que impedía la siesta de los mayores. Coordinaba lo que sucedería, digamos. Les daba a cada uno su papel, sin ser la líder, era naturalmente lo que me salía bien. Es evidente que puede ser un precedente a mis trabajos de gestión, organizadora de eventos y de producción artística.
Los hechos que me marcaron siguen siendo fuente de inspiración para crear, para sacar de ellos lo que se pueda, desde las discusiones de mis padres hasta los accidentes que la vida va poniendo ante los ojos. Un momento doloroso fue uno en donde a mi hermana casi la mata el perro de un vecino, un dogo. De ahí surge “Cicatriz” (poema de mi libro publicado).
Sin dudas, los temores tempranos, las muertes tempranas, calan hondo en cada uno de nosotros. Las muertes de mis abuelas fueron muy significativas. Cuando murió Teresa, mi abuela paterna, yo tenía doce años; tuve la necesidad de escribir una poesía en que la despedía y dejársela en el ataúd; eso fue muy comentado por familiares y amigos, tanto en relación a mi actitud como al escrito. Hay en “Tarde abedul” una poesía que se llama “Caracola”, que la invoca a ella, nuevamente.
Cuando murió Rosa, mi abuela materna, yo tenía veintiséis años; con ese desgarro que trae la pérdida, escribí “Mamoushka” y tiempo después apareció “Aljibe”, otra poesía que de alguna forma la recuerda.
También han muerto algunos amigos, muy jóvenes. Entre lágrimas escribí, a mis dieciocho años, una poesía dedicada a Sebastián, quien se había suicidado. O el poema en el que aparece la noche trágica donde muere otro amigo (“patito”, le decíamos) en un accidente. Y luego, en el 2012, la muerte de mi padre, a mis treinta y tres años. Recién ahora pude escribirlo, hay algo del orden de una voz que está apareciendo a modo de charlas, voces masculinas y cercanas a lo que fue la vida de mi padre, se me imponen y yo las sigo. Es uno de los poemarios que sacaré próximamente: “Charlas con Cuchúa”. Tengo tres libros inéditos, anteriores a este trabajo, que ya veremos, están esperando.
¿Y cómo se fue constituyendo la Alejandra lectora?
De a poco, casi azarosamente, como suceden las cosas que nos van formando. Cada libro que terminamos son constelaciones futuras, puertas de entradas a nuevos mundos. He leído “La Biblia” ilustrada para niños, por ejemplo, o la colección de la revista “Anteojito” de los clásicos de la literatura universal: “La Ilíada”, “El Quijote de la Mancha”, Antonio Machado, José Martí. Aquellos universos a los que volví una y otra vez con diferentes lecturas. En la adolescencia circulé por los surrealistas, que me dejaban alucinada: Guillaume Apollinaire, Paul Eluard, André Breton, Antonin Artaud, los argentinos Oliverio Girondo, Alejandra Pizarnik, Enrique Molina. Después por la literatura italiana de posguerra, como Giuseppe Ungaretti, Salvatore Quasimodo y Eugenio Montale. O el neorrealismo italiano con Cesare Pavese o Italo Calvino. También me acerqué al simbolismo con el gran Charles Baudelaire, o Stéphane Mallarmé, Arthur Rimbaud, Paul Verlaine. Hasta que llegó el tiempo de la vanguardia latinoamericana con César Vallejo a la cabeza o Vicente Huidobro, luego. Es como que una o un poeta va llamando al otro, otra y así. Violeta Parra, Gabriela Mistral, Alfonsina Storni (me retrotraigo al recreo del colegio secundario, leyéndolas. La bibliotecaria de la escuela era la escritora Nilda Moráz; ella notó mi interés, me ayudó en la búsqueda, me animó. Le estaré eternamente agradecida.) Hasta que los poetas de nuestro litoral, como Juan L Ortiz, Beatriz Vallejos, Francisco Madariaga, Estela Figueroa, Aldo Oliva, terminaron de constituir mi identidad poética.
Creo que además, mi sangre, mezcla de polacos, rusos, franceses y españoles, me ha permitido una amplitud de registros de lecturas y de intereses. También me ha instado a estudiar e intentar traducir a escritores como Joseph Brodsky, Wislawa Szymborska o Czeslaw Milosz. Como lectores nos vamos constituyendo permanentemente, siempre hay algo por descubrir, algo que nos está esperando y que al conocerlo, nos hará diferentes.
Leés de todo.
Todo lo que puedo. Amo la filosofía y la historia. El género epistolar, las biografías y los diarios íntimos. Las revistas que me interesan, las colecciono; por ejemplo: “Sudestada”, “La Guacha”, “La Buhardilla”, “Diario de Poesía”, los suplementos de cultura de algunos periódicos, en fin, que también los guardo, me sirven como materiales de estudio para mis talleres literarios.
Me entusiasman los poetas contemporáneos, porque además, no en todos los casos, pero en su mayoría, hay un plus que es el de conocerlos, escuchar su voz y si el cosmos acompaña, conversar, tomar vino con ellos. Eso es lo más cercano al paraíso para mí (un paraíso borgeano, claro). Desde los más próximos, con los que comparto más el día a día, como Sonia Scarabelli, Vicky Lovell, Marta Ortíz o Leandro Llull, hasta aquellos compañeros estimados pero que viven más lejos, con los que intercambiamos correo; hoy la tecnología nos da esa posibilidad. Me estimulan los diálogos literarios con Franco Rivero, por ejemplo, o los audios de Whats App con amigos del exterior: como Gerardo Grande. Se aprende mucho, el intercambio, sea de la forma que sea, es un gran maestro. También me gusta hablar por teléfono fijo, con aquellos más renegados de la tecno y recibir aún por correo postal, los libros y las cartas de los poetas más románticos. Eso es muy bello.
Vine a estudiar Psicología a Rosario en 1997 y entendí que éste sería mi lugar en el mundo, así que me quedé. A causa de esta carrera, creo que tengo una marcada inclinación de escucha psicoanalítica, aunque me he dado cuenta que esa agudeza de oído metafórico, viene de mucho antes, de la infancia. En lo que contribuyó mi paso por la facultad fue a aumentar la precisión y, claro, el bagaje de lecturas de cultura general, que despiertan para siempre, la curiosidad intelectual.
Psicología, psicoanálisis, agudeza de oído metafórico, precisión… Y poesía.
Durante mucho tiempo pensé a estas dos pasiones por separado. Creía que no tenían relación y me planteaba esos problemas existenciales, en dónde poner el foco de atención, digamos. Sin embargo, luego lo entendí; la herramienta fundamental en ambas, es la palabra, el trabajo con la palabra. De allí la importancia del oído en el poema y en el diván.
Antonio Machado decía algo muy bello en relación al silencio: “Para conocer es muy importante escuchar, y luego, seguir escuchando”. Creo en esto, que es un más allá de títulos o diplomas. Si se ejerce o no determinada profesión. Lo sabio es aprender y seguir aprendiendo, hagas lo que hagas en tu vida siempre hay algo que te será dado si estás atento y dispuesto.
Además, poseo una paciencia constante, no tengo ningún apuro para nada (eso es muy exasperante para algunas personas); pero no me preocupa el paso del tiempo, o las carreras en ese sentido. Por lo tanto no me preocupa editar desesperadamente; si en algún momento siento que se tiene que editar, lo hago y es una fiesta de verdad, no una obligación.
Nos adelantaste sobre qué gira uno de tus próximos poemarios. ¿Y los otros tres?
Es difícil hablar sobre esto, porque los libros de poesía se van armando de manera misteriosa, de la misma manera que vemos nacer un poema. No tengo un tema específico a tratar. Son como piezas de un rompecabezas que van encajando hasta formar la imagen final, y cuando se logra verlo desde arriba, en su totalidad, aparece el sentido o el nombre que puede invocar algo del orden del sentido.
En “Rapsodia de los descontentos”, que es el más antiguo cronológicamente, hay un tono grave, es como una música dolorida, son poemas escritos en un momento muy duro de mi vida. Tienen así, algunas referencias a la realidad individual que es al mismo tiempo una realidad social. Pero manteniendo algo de la voz de “Tarde abedul”.
Luego vino “Cantos repentinos”, donde pienso y celebro a las mujeres de mi vida. El tono aquí es más armónico y espontáneo. Hay una alegría que se adhiere a la reflexión, como cuando se va silbando por las mañanas.
Y con “El gusano en la tanza y otros desvelos” (título provisorio) aparecen pensamientos más extendidos, algo así como trazos de incesantes movimientos en contradicción; es más filosófico, si se quiere, y hay una búsqueda de expansión de los versos, se alargan, la respiración es otra. Y de alguna manera, va dando lugar a la voz que está apareciendo en ese último libro que te comentaba que estoy terminando.
José Tcherkaski puntualizó en su libro “Rebeldes exquisitos” (Inteatro, editorial del Instituto Nacional del Teatro, Buenos Aires, 2009), que con Alberto Ure (1940-2017) “aprendí a entreleer los textos. A desconfiar de las palabras.” ¿Desconfiás de las palabras?
No, yo no desconfío de las palabras, desconfío del uso de las palabras, en todo caso. Siempre el texto tiene su intertexto. Estoy de acuerdo con que hay que aprender a leer en entrelíneas, de otro modo no sería posible la poesía. Pero ¿desconfiar de las palabras? No, las palabras son maravillosas, cada una con su peso, con su textura, con su acento, su ritmo, su historia, sus contextos, sus destinos, sus bagajes, sus devenires. Eso sí, hay que adentrarse en ellas, estudiarlas, conocerlas.
¿Qué autores del género narrativo te resultan paradigmáticos, y por qué?
Hay muchos. Un paradigma, para mí, es Virginia Woolf, de impresionante sensibilidad; expone sus ideas de avanzada para su época, con una fuerza desgarrada y desgarradora.
Otro paradigma indiscutible es James Joyce, por su revolución absoluta en la lengua. No sólo por sus escenarios o sus procedimientos, sino también por su mirada singular del ser humano. Nunca más se puede ser la misma, luego de su lectura.
Doris Lessing, con su gran capacidad de trasmitir de manera exquisita, y desde la experiencia autobiográfica, sus pensamientos pacifistas, feministas, comunistas. Volver a su lectura, resulta necesario siempre.
Y Samuel Beckett. Se puede hablar tanto de este talentoso de originales formas, donde el mundo es mirado desde un nihilismo existencialista que me rompió la cabeza.
¿“Consagrar la vida”, “Embargarse por la emoción”, “Ser un predestinado”, “Salvar el pellejo” o “Poner el hombro”?
Yo diría más que embargarse, embarcarse en la emoción y en el intelecto; agregaría, que indefectiblemente es poner el hombro, a veces más hacia un lado, a veces más hacia el otro, y a veces se conjugan varias aristas armónicamente.
Nadie se salva el pellejo con nada, y creer en lo predestinado es un pensamiento mágico que no compro.
De las siguientes citas, Alejandra, ¿con cual o cuales (más) te quedás?: Roberto Juarroz (1925-1995): “La poesía es el último recurso contra la incomunicación, pero también frente a los excesos y las deformaciones de la comunicación.” María Zambrano (1904-1991): “...he tenido el proyecto de buscar los lugares decisivos del pensamiento filosófico, encontrando que la mayor parte de ellos eran revelaciones poéticas. Y al encontrar y consumirme en los lugares decisivos de la poesía me encontraba con la filosofía.” Gaston Bachelard (1884-1962): “La imagen, en su simplicidad, no necesita un saber. Es propiedad de una conciencia ingenua. La imagen es antes que el pensamiento. En los poemas se manifiestan fuerzas que no pasan por los circuitos de un saber. En poesía, el no-saber es una condición primera.”
Elijo la de María Zambrano. Sintetiza, de algún modo, a las otras dos citas. Ella, en “Filosofía y poesía”, cuando se pregunta por el nacer del pensamiento y habla de la admiración, y de ahí llega a la multiplicidad del desprendimiento de las maravillas que se generan en torno a la existencia, dice que al igual que la vida, esa admiración es infinita, insaciable. Así entendemos cómo el “Mito de la caverna” origina tanto a la filosofía como a la poesía, por un elemento central: La revelación.
Y le da una vuelta más en torno a la poesía; afirma que en ese primer momento de asombro (del pensamiento), no hay dudas de que en el poeta se prolonga, pero no es que no pueda salir de ahí: “La poesía tiene también su vuelo; tiene también su unidad, su trasmundo. De no tener vuelo el poeta, no habría poesía, no habría palabra. Toda palabra requiere un alejamiento de la realidad a la que se refiere; toda palabra es también, una liberación de quien la dice.”
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Entrevista realizada a través del correo electrónico: en las ciudades de Rosario y Buenos Aires, distantes entre sí unos 300 kilómetros, Alejandra Méndez Bujonok y Rolando Revagliatti, mayo 2018.
www.revagliatti.com
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